viernes, 1 de abril de 2011

La hacienda que ella se llevó

No fue como pensaba dentro de mi inocencia subliminal, que las cosas no serían de ese modo. No pensé que por tanta curiosidad, sensaciones extrañas del ser humano pudiera llegar a lo que viví, sentí, respiré y fue el mayor susto de mi vida. Es en esos momentos, cuando hago caso a mi recordado padre quien me dijo más de una vez “César Augusto… no te metas en problemas”… y así lo fue.
Fui con mi amigo Carlos José, a aquel lejano lugar por allá en la tierra del comandante, más allá de Santa Barbará de Barinas, donde abundan esteros, morichales, bellos atardeceres para enamorar a una compañera de trabajo con las lolas recién hechas, el ganado que significa dinero para los hacendados así como, la mala suerte para los perros hambrientos con sus pulgas desnutridas y el campesino que se “parte el lomo” por más de nueve horas de trabajo.
El escenario era como una parte de la novela de “Doña Bárbara”, pero obviamente sin ninguna amazona sobre su caballo ni un recibimiento apoteósico a dos forasteros que a medio camino, se detuvieron para cambiar sus zapatos deportivos por par de botas que llegan hasta las rodillas, porque el barro era prominente, cuando el Toyota se atascó en un fangoso lodazal en pleno mes de mayo. Mes de incesantes lluvias, mes de espantos y aparecidos en el llano venezolano y de verdad que lo era, por lo menos había un aparecido que era yo, porque a éstas alturas de la vida “mesma” no entiendo qué carajo hacia en ese diferente, bizarro, natural, mágico y temeroso lugar.
Fue como pagar la novatada, y de ser el único “arrocero” por ir con los gastos pagos a la Hacienda “Doña Antonia”, un lugar que nos abrió las puertas a Carlos José y a mi, en medio de la lluvia que ya tenía una función continuada de dos horas sobre nosotros, los nuevos visitantes de la enigmática hacienda.
Dos tazas de un café diferente al que hace Leopoldo Reverón en “el siglo”, nos quitaron el frio que trajimos encima de nuestras ropas y el pesado morral de Carlos José, quien parecía que hubiese sido desalojado de su propia casa por su madre.
Eran casi las 4.30 de la tarde y el Toyota con barro hasta en el techo que parecía ser color blanco, nos dejó en la entrada de “Doña Antonia”. Ahí nos recibió Anselmo, el capataz de la hacienda, quien con cara de medio amargado nos sirvió el café y dijo -pueden quedarse en ese “cuartico”-.
Confieso que parecía un inmigrante ilegal en Nueva York. Carlos o mejor dicho, la señora Alicia (mamá de CJ) había heredado de un familiar lejano, esa enorme hacienda con pinta de que el benemérito Juan Vicente Gómez, celebró allí sus quince años, por lo vetusta de su construcción.
Algo que mezclaba surrealismo, pasado y misterio, ingredientes con aditivos especiales de susto, aventura y poder, ya que eran varias hectáreas de terreno y algo de ganado bovino. Había un magnetismo de “Doña Antonia” hacia Carlos José quien en menos de una hora, ya pensaba, ideaba, imaginaba que hacer con ese inmobiliario llanero.
Pero mientras Carlos estaba en su bohemia con olor a mastranto sabanero, yo pensaba en llamar a mi novia. Paseaba el celular de un lado a otro hasta las caballerizas, para ver si había una “barrita” de señal.
Ya eran las 7:00 PM y parecía la estatua de la libertad sujetando el celular hacia arriba, para ver si en la pantalla señalaba “Mensaje enviado”, pero sólo aparecía un ave de color blanco en dicho aparato móvil. Caminaba con el aparatico 0416 y escuché un chasquido de dedos tan cerca de mis oídos, que casi logré ver quien pudo haber sido. Al voltear, absolutamente nadie era. Estaba solo en la enorme cocina alumbrada con bombillos tan viejos como político de la IV República y unas velas que parecían de un velorio de escasos recursos.
Toda la atmosfera estaba a media luz y en la pared de un enorme fogón, había una sombra, giré y nada. Ni un alma aparte de la mía que ya estaba siendo invadida por el miedo. Caminé hasta la sala y ahí estaba Carlos con el capataz. Hablaron por media hora y yo inmutable pero a la vez siendo un valiente citadino. Anselmo dijo que todo el asunto de la herencia se haría al día siguiente y había que dormir, ya eran casi las 8.00 PM y ni siquiera una AM caía en el pequeño radio del Toyota.
Carlos José y éste ser dormimos en dos ultra pequeñas literas. Yo y mis 100 kilos optamos por dormir cerca del suelo, con un ojo abierto y el otro viendo el carajazo de telarañas. Ventilador ¡Ta bien! abrí la ventana y con ellos varios zancudos que parecían una flotilla de Sukhoi 50 recién comprados entraron en la habitación.


Ahí yací, acostado con sueño, cansancio y con la cantidad de cucuruchos en la noche cerca de la ventana. Noche espesa donde no ves más allá de un metro de distancia, no encontraba la manera de cerrar mis ojos hasta al siguiente día, mientras arriba el compañero roncaba como un cochino. Coloqué “Caminando en la luna” de Police y bajé mis ojos a media asta, pero al voltearme ví a Carlos José en el suelo. Habia aterrizado con un chichón en la frente. -¡Verciale! que te pasó-. Dije con sobresalto. Alguien lo había empujado. CJ dijo que sintió la breve risa de una señora.
¡Coño éramos muchos y parió la novia de mi abuelo!. En esa Hacienda sólo habían 3 personas y 8 habitaciones. Por un momento pensé que Anselmo había salido del closet 4 días después que lo hizo Ricky Martín, pero a estas altura de la vida, no creo que eso haya sido factible.
Carlos volvió a subir y yo otra vez a tratar de buscar el breve sueño perdido. 10 minutos más tardes como si nada, se apagó la vela que tenia cerca de una mesa.
¡Coño pana! vino a mi mente cualquier cantidad de malos presagios que podía venderlos a cualquiera de mis enemigos para hacerme daño. El ronquido se calmó cuando escuché muy callado -¡Chamo tú apagaste la vela!-. -¡Ay mijo!-. en ese momento mi corazón empezó a latir como señorita en su primera vez y armándome de valentía devaluada por la crisis, me levanté y caminé hasta la puerta de madera del cuarto.
Salimos y nada de se veía, sólo oscuridad en la sala. ¡De repente un enorme relámpago que parecía venir del Catatumbo!, iluminó con su luz eléctrica parte de la sala y ahí estaba ella.
El cuerpo de una mujer con un traje negro de los años 20 que llegaba hasta los tobillos, botas puntiagudas que podían aniquilar a cualquier cucaracha en la esquina de una pared. A un lado, su cabeza con crespos rudimentarios y con cara fea como la bruja del 71; estaban sus ojos con una mirada punzo penetrante que traspasaba un chaleco anti miedo.
Fue una larga cadena de 5 segundos. ¡Ella inmutable, sólo mirándonos!. ¡Nosotros inmutables y con pegamento debajo de nuestros pies! a punto de soltar la primera gota de líquido del que ustedes saben. Otro rayo iluminó con mayor fuerza toda esa sala llena de cuadros de Bolívar, El Tio y una versión barata de la Monalisa, en ese momento ella simplemente desapareció.